Desaparecidos los intelectuales como grupo visible en la sociedad, Mario Vargas Llosa podría parecer anacrónico. Cuando el pensamiento blando impera, el relativismo cultural hace estragos y lo políticamente correcto se adueña de las universidades, un escritor profesional, con frecuentes incursiones en el periodismo político y que nunca desdeña expresar su opinión, es, al menos, una rareza.
Y lo cierto es que Vargas Llosa lleva medio siglo haciendo magnífica literatura y también cultivando otros géneros, entre ellos el periodismo. Si de entre sus novelas algunas han alcanzado la excelencia , ( como las primeras: “La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Conversación en La Catedral”), otras tratan sobre aspectos de la sociedad peruana (“Historia de Mayta”, “¿Quién mató a Palomino Molero?”), o conflictos de otras latitudes (“La fiesta del chivo, “La guerra del fin del mundo”, “El sueño del celta”), también sus ensayos de crítica literaria son apasionantes (sobre Tirant lo Blanc, Flaubert, García Márquez, Víctor Hugo y otros). De igual forma sus reportajes periodísticos sobre el conflicto de Oriente Medio o sobre Latinoamérica.
Su defensa apasionada de la democracia y por tanto el rechazo absoluto a las fórmulas alternativas le ha llevado a analizar y censurar realidades políticas como el caudillismo, el indigenismo y el nacionalismo. Su oposición muy temprana a la dictadura castrista y sus frecuentes críticas a gobernantes como Chávez o Morales, le depararon una imagen de escaso aprecio en el espectro político de la izquierda. Vargas ha sido especialmente crítico con la visión paternalista de aquellos europeos defensores de soluciones no democráticas para otros países cuando en su lugar de residencia disfrutan del Estado democrático y protector.
Pero el ejemplo de ese compromiso intelectual no es menor. Opinar es arriesgar y hacerlo en defensa de las propias convicciones, muchas veces en minoría, ennoblece al autor más que cualquiera de los muchos premios recibidos.
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