El Gobierno acaba de crear la Comisión
Nacional del Mercado y de la Competencia, que engloba las funciones
de ocho organismos reguladores anteriores, algunos muy consolidados
como las anteriores Comisiones de la Energía, de las
Telecomunicaciones y de la Competencia y otros de menor entidad o en
proceso de constitución, como los referidos a ferrocarriles, sector
audiovisual, aeropuertos o sector postal.Los miembros de la nueva
Comisión, nombrados por el gobierno sin apenas debate sobre su
idoneidad, han afrontado ya su primera polémica, con el nombramiento
como Directora General de una sobrina del Ministro del que depende la
Comisión. Error subsanado de inmediato pero que indica la estrecha
proximidad al Gobierno de la teóricamente independiente Comisión.
La creación de esa macrocomisión ha
sido fuertemente criticada por englobar bajo la misma estructura
sectores tan especializados que harán difícil que los consejeros
controlen realmente los asuntos sobre los que deciden. Recordemos que
el argumento que sostiene a los organismos reguladores
independientes, es trasladar materias muy especializadas y
fundamentales para el desarrollo de una economía moderna, a órganos
especializados, que ejercen simultáneamente labores de regulación y
de control. De ahí el estatuto de sus miembros, inamovibles, con
mandatos de larga duración y autonomía funcional. Si falla el
principio de la especialización y de la competencia sobre las
materias que se regulan, el órgano pierde sentido. Por otra parte la
reforma comentada ha sustraido competencias a la nueva Comisión en
beneficio de los Ministerios.
El objetivo de las Autoridades
reguladoras es garantizar el funcionamiento de sectores que por sus
características necesitan estabilidad jurídica que garantice
inversiones a largo plazo, como en las industrias de red, o que deban
sustraerse a la dinámica política, normalmente más cortoplacista,
para garantizar la competencia. Es habitual que tengan carácter
colegiado, recuperando así la deliberación y el acuerdo como forma
de adoptar decisiones.
Las autoridades independientes, de
corta historia en España, están muy desarrolladas en Estados
Unidos, Reino Unido o Francia, desde el primer ejemplo, la creación
de una Comisión para el desarrollo del ferrocarril, en 1887.
Uno de los problemas principales que
deben afrontar es la independencia. En España, los partidos
políticos han ocupado muchas instituciones teóricamente
independientes, a través de las designaciones por cuotas o cupos. El
sistema es democrático, sin duda, pero impide confrontar los méritos
de los candidatos. A la vista están los malos resultados que ese
procedimiento ha provocado en el Consejo General del Poder Judicial,
el Tribunal de Cuentas, el Tribunal Constitucional o las Cajas de
Ahorros, por citar solamente algunos ejemplos. Incluso en los pocos
casos en los que se ha previsto la comparecencia parlamentaria para
valorar la idoneidad de los candidatos, se ha producido un falso
debate, respetando los pactos previos.
No siempre las autoridades reguladoras
han estado a la altura de los problemas. El escándalo de las
participaciones preferentes, por ejemplo, indica la pasividad del
Banco de España y de la Comisión Nacional del Mercado de Valores,
que, conociendo los riesgos, se limitaron a informes de
circunstancias, sin elevar la voz ni plantear las acciones que en
derecho procediesen.
A veces se habla de la baja calidad de
la democracia española, aludiendo a la distancia entre las normas
formalmente homologables a otros países y la práctica política,
más próxima a los viejos vicios del clientelismo y la impunidad. El
Gobierno Rajoy se equivoca al fusionar organismos reguladores tan
dispares. Su argumento, la economía de escala, esconde tales
riesgos y probables disfunciones, que no permite creer que mejoren
los sectores regulados. Por el contrario es probable que “la
captura del regulador”, por el mercado, sea hoy más fácil y más
frecuente.Una mala noticia para las empresas españolas realmente
competitivas.
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