La operación
quirúrgica a la que se ha sometido el Rey de España, ha desatado un
debate sobre la conveniencia de la abdicación por motivos de salud.
En ese debate, sostenido con fuerza en muchos medios de comunicación,
se perciben ecos del deterioro de imagen que ha sufrido el Monarca en
los últimos años.
Después de tres
décadas largas bajo un pacto tácito de silencio en torno a la
Corona como institución, al Rey y su familia y a la Casa Real, el
estallido de la crisis ha cuestionado todos y cada uno de los poderes
del Estado y ha golpeado con fuerza a la primera magistratura. No son
ajenos los errores y escándalos omnipresentes en los medios y en la
calle, pero el contexto citado ha puesto el acento en otros
problemas. Hoy se reclama la aplicación de la Ley de Transparencia,
la respuesta ante la ley en términos similares a los de cualquier
ciudadano, se debate públicamente su presupuesto y se publicita su
nivel de vida.
Era lógico que así
ocurriese y la única anomalía ha sido la enorme duración del
período de gracia del que han disfrutado. Además se ha iniciado el
debate sobre el futuro de la Monarquía: continuidad en la persona
del heredero, poco conocido hasta ahora, o ruptura. Sin duda ésta es
minoritaria, pero el contexto político actual, con movimientos
abiertamente secesionistas y desprestigio máximo de los partidos
políticos que han vertebrado la vida pública y sostenido el régimen
constitucional, hace posible cualquier escenario de futuro. Por el
momento, la opinión pública si no monárquica es totalmente
juancarlista. Pero en tiempos de cambio los procesos se aceleran.
En contra de la
sucesión rápida, obran los diversos escándalos que afectan a Juan
Carlos de Borbón, y que probablemente le hacen desear un proceso de
sustitución más sosegado. También obra en contra la personalidad
de Felipe de Borbón, distante y sin definición propia, y cuya
pareja ocupa más papel rosa del que resulta prudente. Es cierto que
la Reina, según la Constitución española, carece de funciones,
salvo en momentos de Regencia y que por lo tanto Sofía de Grecia o
Letizia Ortiz, no tienen relevancia. Sin embargo la propia exposición
excesiva de los miembros de la Familia Real a los medios de
comunicación sensacionalistas, ha producido un desgaste muy
apreciable.
Una hipotética
Constitución revisada, no podría soslayar fácilmente la forma del
Estado. La República no implica necesariamente que exista un
Presidente, sujeto al juego más o menos controlado del debate
político. Es posible, como en Estados Unidos, que la misma persona
asuma la representación del Estado y la jefatura del Gobierno. Las
funciones que la Constitución atribuye al Rey, no hacen
imprescindible su figura, siendo ese su talón de Aquiles.
Todas y cada una de las
funciones constitucionales del Rey, pueden ser atribuidas al
Presidente del Gobierno o al Presidente de las Cortes. Algunas son
claramente protocolarias, de refrendo de las decisiones del gobierno,
que difícilmente podría negar.
La monarquía española,
de raíces tan débiles por el desprestigio de los monarcas de la
Restauración, solo puede basar su legitimidad en el consenso
social. Perdido éste, su tiempo de vigencia será corto. La
legitimidad de la Transición, el pacto político y social que
permitió pasar con dificultades de una guerra civil intermitente
durante siglo y medio a una democracia homologable a las europeas, se
ha roto. Las nuevas generaciones no comparten esa visión de
superación del pasado y reclaman una nueva legitimidad basada en un
acuerdo de nuevo cuño. Aspectos territoriales y culturales, es decir
de reparto de la riqueza, de los hechos diferenciales, de los
elementos de solidaridad, forman parte de ese debate. No es
previsible que produzca cambios en el transcurso de una generación,
pero sin duda será el ruido de fondo de los próximos años.
Cataluña, como en tantas cosas, ha iniciado el proceso y los demás
ciudadanos y territorios se irán sumando al mismo, para asentir,
disentir o confrontar.
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