“Tarifa plana para
matar”, ha dicho el Presidente de Galicia sobre la sentencia del
Tribunal de Estrasburgo que deroga la llamada “doctrina Parot”.
Una bárbara expresión, descalificadora nada menos que del Tribunal
europeo de Derechos Humanos.
Dice el adagio clásico
“dura lex, sed lex”, mostrando la primacía de la norma de
derecho sobre la opinión o la costumbre. El Estado de Derecho exige
respetar las sentencias judiciales basadas en la ley y no
sustituirlas por las soluciones derivadas de las emociones o la
oportunidad.
Era previsible desde
1979, cuando España se adhiere a la Convención de Derechos Humanos
del Consejo de Europa y acepta la jurisdicción de Estrasburgo, que
las penas de cárcel se cumplirían de acuerdo con la ley vigente
entonces. Ocurría sólo cuatro años después de la muerte del
dictador y apenas transcurrido un año desde la aprobación de la
Constitución. Se habían aprobado las leyes de amnistía y existía
el convencimiento de que se dejaba atrás el régimen penal
represivo.
El tiempo demostraría
que lo peor del terrorismo estaba por llegar. Y cuando sucedió, con
la escalada de asesinatos de los años 80, todavía se demoró la
reforma del Código Penal hasta 1996. Para cualquier persona
informada era evidente que la interpretación judicial de 2004,
aplicada con efectos retroactivos era recurrible y que solo perseguía
ganar tiempo.
Así, aunque Núñez
Feijoo quiera descalificar la sentencia, y de paso a la Convención
de Derechos Humanos, estamos justamente ante la aplicación del
imperium de la ley frente a la arbitrariedad de los poderes públicos. Lo cual
no es contrario a la legítima opinión de que las penas para
determinados delitos puedan ser modificadas por el legislador, como
ya se ha hecho, pero non carácter retroactivo.
El exabrupto del
Presidente gallego persigue otro objetivo. Sumarse al espíritu
vindicativo que enarbola la fracción más intransigente del Partido
Popular. Con la idea populista de captar el descontento de las
víctimas y transformarlo en beneficio electoral. Se ha visto en la
manifestación de la pasada semana, que la siembra de vientos sigue
cosechando tempestades en forma de abucheos.
Núñez Feijoo, que
gobierna con mayoría absoluta, no ha hecho ningun esfuerzo para
explicar a los ciudadanos la grandeza y servidumbre del Estado de
Derecho, ni el valor de los Derechos Humanos. Ha utilizado su
posición privilegiada para lanzar una soflama que abunda en la
deriva hacia la extrema derecha que caracteriza a gran parte del
conservadurismo español y europeo. Ultraliberalismo, segregación
social, populismo rancio y escasas convicciones democráticas. Una
combinación letal para una sociedad tan castigada por la crisis
económica y que ahora ve como los valores democráticos son puestos
en almoneda por quienes juraron defenderlos al tomar posesión de las
magistraturas otorgadas por los ciudadanos.
Que el terrorismo ha
sido un enemigo formidable de la democracia, es una evidencia. Que ha
sido vencido en el marco del Estado de Derecho también. Los
episodios ilegales, como el GAL, la tortura y otros, no han producido
resultados. Han degradado la lucha de los demócratas y han
retroalimentado a los violentos y a sus seguidores. Sólo la unidad
de las fuerzas democráticas en el Pacto antiterrorista, la máxima
profesionalización del trabajo policial y la firmeza de la
judicatura han producido ese resultado tanto tiempo esperado.
Olvidar esa lección,
aprendida con tanto sufrimiento, con más de un millar de muertos y
miles de afectados, es el peor servicio que los gobernantes pueden
hacer. Rajoy, tras un titubeo inicial, mantuvo una postura digna.
Núñez Feijoo, Aguirre y otros dirigentes han mostrado hasta donde
puede llegar una fracción de la derecha española: al desprecio de
los derechos humanos. Retrocedemos décadas. En nuestro entorno,
Francia, Holanda, Italia y otros países, vemos el crecimiento de
partidos políticos xenófobos. En España todavía no, pero ya
sabemos de donde saldrán y quienes serán.
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