El terrorismo yihadista ha golpeado en
París y, como ayer en Nueva York o en Madrid, la respuesta emocional
ha sido inmediata. Despliegues policiales, ataques militares, mucho
ruido mediático y poco análisis político. Atentados recientes
igualmente mortíferos, en el Sinaí, en Ankara o en Beirut, no han
provocado esa reacción apresurada de los gobiernos europeos.
Hollande, como ayer Bush, ha desencadenado la respuesta de más alto
nivel, la guerra.
Sin embargo el problema es muy complejo
y difícilmente puede reducirse a un escenario de confrontación de
ejércitos. Los atentados han sido ejecutados por jóvenes europeos,
socializados en instituciones laicas y gozando de un nivel de
bienestar que sus familias no conocieron jamás en los países de
origen. Pero han sido captados y adoctrinados en el seno de la Unión
Europea, en una visión fanática que asume el suicidio como
martirio. La financiación y los adoctrinadores se mantienen en zona
de sombra, aunque son conocidos suficientemente por los Gobiernos. De
entrada parece que existen fallos clamorosos de inteligencia y de
eficacia.
Ahora el enemigo es el ISIS como hace
una década lo fue Al-Qaeda. Pero tras destruir tres países,
Afganistán, Irak y Siria, el problema es hoy más grave que en 2001,
como se comprueba en la multiplicación de incidentes en todos los
continentes y la aparición de Estados fallidos como Libia, Somalia
o el nuevo Irak por no hablar del Daesh, mal llamado Estado islámico.
La política de arrojar bombas mientras
se evita la consolidación de países viables que afronten en origen
sus propios problemas está creando un gigantesco éxodo migratorio
hacia Europa, la quiebra de la solidaridad en la Unión Europea así
como la llegada de más personas susceptibles de enrolarse en grupos
fanatizados. Lo afirma la doctrina clásica pero se olvida con
frecuencia: las armas no resuelven los problemas políticos. Y menos
cuando el enemigo no está claramente definido, los objetivos son
ambiguos y el terreno desconocido.
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